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El arquitecto Gerrit Rietveld estaba convencido de que sobrepasadas las cinco décadas, los edificios dejaban de relacionarse con su tiempo. Se equivocó.
La tradición doméstica japonesa pasaba por renovar las viviendas cada 20 años. Se cambiaban los suelos o los tejados por otros nuevos, pero idénticos. De esa manera, allí las casas eran como los ríos: siempre las mismas y siempre distintas a la vez.
Durante el siglo XX esa costumbre se perdió. Y hoy, la arquitecta norteamericana Naomi Pollock –autora de la nueva monografía sobre vivienda japonesa Jutaku (Phaidon)– estima que las casas más extravagantes del mundo se levantan en los terrenos cada vez más pequeños de la isla de Honshu para durar tan solo 30 años.
Algo más que eso, medio siglo, fue lo que el diseñador holandés Gerrit Rietveld calculó que podía durar la Casa Schröder, la primera que él levantó, en 1924, a las afueras de Utrecht.
El arquitecto neoplasticista estaba convencido de que sobrepasadas las cinco décadas, los edificios dejaban de relacionarse con su tiempo. Pero está claro que se equivocó.
Truus Schröder y Gerrit Rietveld se habían conocido a través del marido de la primera.
El mueblista era tosco e intenso, había abolido toda ornamentación de la antigua carpintería de su padre. Ella era refinada y burguesa. Había dejado de lado sus estudios de farmacia para dedicarse al diseño y quería una habitación propia.
Ese fue el motivo por el que su marido, que era abogado, le presentó a Rietveld. Este le mostró su silla Red & Blue –un mondrian en tres dimensiones que parece construido con una baraja de cartas– y el entendimiento entre ambos fue instantáneo.
Finalizado el despacho se hicieron inseparables. Ella buscaba encargos, él se reinventaba como creador.
Cuando el marido de Truus murió, ella decidió cambiar de vida mudándose de casa. Con ese cambio modificó también la existencia de Rietveld, que pasó de diseñar muebles a levantar edificios.
Aunque el diseñador no se trasladó a vivir a la famosa Casa Schröder hasta que murió su mujer, en 1958, sí instaló en la parte baja de la vivienda un despacho al que acudía a trabajar a diario.
La casa es pequeña. El amarillo, el azul y el rojo se la reparten. El rojo destaca lo importante: la palanca para abrir una puerta o el estante donde Truus dejaba su reloj por la noche.
Con dos plantas que suman apenas 80 metros cuadrados parece un rompecabezas. Sus espacios se suman o restan según se necesite. No es que las paredes se muevan, es que todo se despliega.
Cualquier situación, desde tener intimidad hasta almacenar la compra sin esfuerzo, parece prevista. Todas las estancias tienen acceso al exterior y un pequeño lavabo. Es una casa modesta pero también una lección de ingenio que en 1924, como hoy, parecía extraterrestre.
Cuando quedó construida, la casa se convirtió en un símbolo para el grupo De Stijl, integrado por artistas y arquitectos de los Países Bajos en la década de 1920, pero no tardó mucho en convertirse en un icono del Movimiento Moderno.
La gente de Utrecht iba hasta allí los fines de semana para verla. Lo cuenta un joven historiador, que fue Erasmus en el Museo del Prado, y que ahora trabaja allí:
“Más allá de oler la vida que llevaban dentro dos de sus conciudadanos, querían ver el futuro”. Eso es lo que todavía se ve en el número 50 de la calle Prins Hendriklaan.
El solar ya no marca el final de la ciudad. Las vistas ya no son las de los polders (los terrenos ganados al mar) que Truus y Gerrit quisieron meter dentro con ventanas que no son agujeros en las paredes, sino que hacen desaparecer las fachadas.
Y es que la casa sigue apuntando al futuro. A uno en el que las viviendas se hacen y deshacen según las necesidades.
En su concepción espacial, la casa se adelantó incluso a obras como la Villa Savoye de Le Corbusier o la Villa Tugendhat de Mies van der Rohe, gracias a su flexibilidad, pues permite cambios graduales al paso del tiempo, y adaptarse a los cambios en las funciones.
Truus Schröder vivió allí seis años con Rietveld. Y luego 21 más sola, hasta que murió en 1985. Nada ha sido alterado, pero la vivienda no es un mausoleo. Es una celebración del juego y la aventura.
En los años 70 y 80 la casa fue restaurada, y ahora está bajo el cuidado del Centraal Museum of Utrecht.
Uno de los pocos retratos que cuelgan de las paredes es el de una sonriente Truus. Lo firmó Elizabeth, la segunda hija de Rietveld.
“En la vida he sido más feliz restando que sumando”, dice ella en el video que escuchamos los visitantes. La suma la dejó para la construcción que, casi centenaria, confirma que Rietveld se equivocaba: una casa puede durar una eternidad